Una ocasión, no recuerdo porqué, mi familia y yo nos reunimos en un restaurante. Fue una situación extraordinaria, ya que regularmente nos reunimos los domingos en casa de mi abuelita. En fin, el chiste es que aquel día una de mis primas tuvo una ligera discusión con su hijo menor, mi sobrino, que por aquel entonces tenía cinco o seis años de edad. El pequeñín quería ordenar todos y cada uno de los platillos del menú. Yo le hubiera creído y le hubiera pedido todo, porque la verdad es algo tragón. Su mamá, en cambio, le decía "escoge sólo una cosa, porque te vas a llenar y no te vas a acabar todo". Y el niño lloraba y hacía berrinche y decía que sí se lo iba a acabar. Y su mamá lo regañaba, y él contestaba y así sucesivamente.
Yo observaba cómo mi prima intentaba ser discreta mientras mi sobrino intentaba gritar más fuerte para que su madre entendiera. Estaba, como digo, observando aquella escena cuando mi madre se acercó a mi oído y me dijo "tú y yo nunca discutimos así, yo te preguntaba qué querías primero y eso pedía para ti". Tal vez debí aguantarme la risa que aquel recordatorio me provocó, pero mi cinismo es más grande que mi vergüenza en ciertas ocasiones. Como esa ocasión, por ejemplo. ¡Qué perspicacia la de mi madre!
Corría el primer lustro de la década de los noventa. Mi señora madre solía llevarme al Helen's, un restaurante que estaba en una plaza no muy lejos de casa. A veces íbamos con mis tíos y primos. En otras ocasiones, con alguna amiga de mi mamá y sus respectivos hijos. Los días del Helen's eran felices. Recuerdo los sombreritos de unicel y los largos delantales rojos de los meseros y las meseras, y el ratón gigante que bailaba mientras sonaban las mañanitas en algún cumpleaños. No importa que alguna vez se me hayan caído los dientes inferiores debido a que recibí en la mandíbula el impacto de un hueso parietal (un cabezazo en el hocico, pues). Por fortuna, Maru, la amiga de mi mamá que iba con nosotros ese día, es dentista y supo qué hacer. Tampoco importa que otro día me haya cortado la yema de un dedo con un pequeño trozo de vidrio. Recuerdo los días del Helen's como días felices.
Cuando llegábamos al restaurante, nos sentábamos a la mesa y alguien nos ofrecía los menús. Creo que me hacía sentir especial el hecho de que a mí siempre me tocaba el menú infantil. Y yo, como mi sobrino, quería ordenar todos y cada uno de los platillos de aquel menú infantil. Una hamburguesa, un hot dog, una rebanada de pizza, una orden de hot cakes y, para beber, una malteada y un refresco. Le comunicaba mi decisión a mi madre y ella le decía a la mesera "se va a comer todo eso, señorita" y luego me preguntaba a mí "pero, ¿qué quieres que te traigan primero?". Entonces yo me tomaba mi tiempo para decidir, porque una decisión de esa naturaleza no se toma a la ligera, aunque seas un niño de cinco años. Después de unos segundos estaba decidido lo que aquel día comería primero. Entonces, mi madre le guiñaba un ojo a la mesera en señal de complicidad y le decía "primero tráigale eso, señorita, por favor".
Una vez concluido el trámite de ordenar la comida, llegaba la hora de jugar. Corría yo, solo o acompañado, a la alberca de pelotas, al tobogán y a esa extraña estructura de la cual salían resortes que se entretejían para formar una especie de telaraña en la que hacía gala de mis habilidades para trepar. Me divertía por algunos momentos hasta que llegaba la señal de ir a comer, que no era otra que la voz de mi madre pronunciando mi nombre tan alto como le era posible. Y entonces corría para que mi mami me llevara a lavar las manos. Cualquier niño sabe que hay que lavarse las manos antes de comer y yo no fui la excepción. Luego, de uno o dos bocados me comía lo que tuviera enfrente, unos hot cakes, una rebanada de pizza, un hot dog o una hamburguesa, lo que fuera que hubiera elegido para comer primero. Luego, cuando mi mamá se daba cuenta de que había terminado, con una sonrisa tiernamente burlona me preguntaba "¿ya quieres que te traigan el siguiente platillo?". Y entonces aparecía en mi infantil rostro una expresión de culpa y susurraba muy bajito "es que ya me llené". "Bueno, entonces otro día venimos", respondía mi mamá. Y yo, agradecido, corría a jugar otro ratito.
Cuando llegábamos al restaurante, nos sentábamos a la mesa y alguien nos ofrecía los menús. Creo que me hacía sentir especial el hecho de que a mí siempre me tocaba el menú infantil. Y yo, como mi sobrino, quería ordenar todos y cada uno de los platillos de aquel menú infantil. Una hamburguesa, un hot dog, una rebanada de pizza, una orden de hot cakes y, para beber, una malteada y un refresco. Le comunicaba mi decisión a mi madre y ella le decía a la mesera "se va a comer todo eso, señorita" y luego me preguntaba a mí "pero, ¿qué quieres que te traigan primero?". Entonces yo me tomaba mi tiempo para decidir, porque una decisión de esa naturaleza no se toma a la ligera, aunque seas un niño de cinco años. Después de unos segundos estaba decidido lo que aquel día comería primero. Entonces, mi madre le guiñaba un ojo a la mesera en señal de complicidad y le decía "primero tráigale eso, señorita, por favor".
Una vez concluido el trámite de ordenar la comida, llegaba la hora de jugar. Corría yo, solo o acompañado, a la alberca de pelotas, al tobogán y a esa extraña estructura de la cual salían resortes que se entretejían para formar una especie de telaraña en la que hacía gala de mis habilidades para trepar. Me divertía por algunos momentos hasta que llegaba la señal de ir a comer, que no era otra que la voz de mi madre pronunciando mi nombre tan alto como le era posible. Y entonces corría para que mi mami me llevara a lavar las manos. Cualquier niño sabe que hay que lavarse las manos antes de comer y yo no fui la excepción. Luego, de uno o dos bocados me comía lo que tuviera enfrente, unos hot cakes, una rebanada de pizza, un hot dog o una hamburguesa, lo que fuera que hubiera elegido para comer primero. Luego, cuando mi mamá se daba cuenta de que había terminado, con una sonrisa tiernamente burlona me preguntaba "¿ya quieres que te traigan el siguiente platillo?". Y entonces aparecía en mi infantil rostro una expresión de culpa y susurraba muy bajito "es que ya me llené". "Bueno, entonces otro día venimos", respondía mi mamá. Y yo, agradecido, corría a jugar otro ratito.
Con el tiempo entendí que mi tierno estómago no tenía capacidad suficiente para comer todo lo que yo deseaba. Pero no importaba, si con un platillo quedaba satisfecho, feliz y con energía suficiente para seguir jugando. A veces uno desea más de lo necesario. Menos mal que mamá supo cómo manejar aquella situación sin llegar a discutir ni una sola vez.
Así como Marco Aurelio, el filósofo y emperador romano, empezó sus famosas Meditaciones nombrando a sus seres queridos y algo que aprendió de cada uno de ellos, yo podría empezar mis meditaciones diciendo: "Aprendí de mi madre María Elena a evitar las discusiones innecesarias". Eso entre muchas otras cosas, por supuesto.
Regla No. 33
Evita las discusiones innecesarias
Así como Marco Aurelio, el filósofo y emperador romano, empezó sus famosas Meditaciones nombrando a sus seres queridos y algo que aprendió de cada uno de ellos, yo podría empezar mis meditaciones diciendo: "Aprendí de mi madre María Elena a evitar las discusiones innecesarias". Eso entre muchas otras cosas, por supuesto.
Regla No. 33
Evita las discusiones innecesarias
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