Lo que me dijo Mari

Creo que no soy muy bueno en cuanto a pláticas cortas se refiere. Con mis amigos o mi familia, de vez en cuando, puedo mantener una conversación larga de algún tema, sea  interesante o algo banal, pero no tan banal como esas conversaciones sobre el clima o los últimos chismes de la farándula, que nunca han sido mi fuerte. Lo cual, ni me enorgullece ni me avergüenza, sino que me es indiferente. O había sido así hasta ahora, que pienso que ese tipo de conversaciones triviales podrían haber servido como entrenamiento para situaciones como la de hace unos días.

Recientemente compré un libro llamado A handbook for new stoics, un cuaderno con algunos ejercicios estoicos y recuadros para anotar y registrar las impresiones del lector. Es algo similar al Daily Stoic Journal, si es que lo conocen. En fin, este libro me llevó a releer el Manual de vida de Epicteto, ya que sobre una de sus ideas se basa el primer ejercicio del libro que corresponde a la primera semana. Se trata del círculo de control, el objetivo del ejercicio es interiorizar lo que está en nuestras manos y lo que no. Pero no he escrito esta entrada para explicar eso, así que pasemos a lo que quiero contar.

Iba yo en el metro y, afortunadamente, encontré un asiento libre y pude sentarme a leer las palabras de Epicteto que registró uno de sus alumnos. Hallábame yo leyendo cuando, un par de estaciones más adelante, subieron algunas personas al mismo vagón donde yo leía plácidamente. Al levantar mi vista un poco, vi una mano sostieniéndose del tubo. Era una mano femenina con algunas arrugas y una que otra mancha. En la otra mano de esa misma persona había un vaso de Starbucks que decía "Mari", así que supuse que así se llamaba esa persona. Cuando levanté más la vista vi su rostro, era una mujer no muy joven, con algunas canas y más de una arruga en la piel. Me levanté y le cedí el asiento que yo ocupaba, al ver que nadie más, ni siquiera quienes estaban en los asientos reservados, lo haría. "Muy amable, joven, muchas gracias", me contestó Mari, mientras me sonreía y tomaba asiento. Yo sólo sonreí y volví la vista a mi libro.

Pasaron un par de estaciones más y sentí una mirada. Me di cuenta de que Mari intentaba ver mi libro. En eso, llegamos a la muy transitada estación de Tacubaya, donde bajaron varias personas y entonces Mari me dijo "siéntese, joven". Yo sonreí, asentí y me senté junto a ella. "Se ve muy interesante eso que está leyendo". No supe qué responder. ¿Le interesaría saber de filosofía antigua, le interesaría el estoicismo o sólo lo decía por amabilidad? No supe qué decirle así que sólo le acerqué mi libro y ella lo tomó para leer la contraportada, pero me pidió que la esperara en lo que sacaba sus lentes. La esperé en lo que sacaba sus lentes. Después de un momento, pudo leer la cita en la contraportada de mi libro: "Compórtate siempre, en todos los asuntos, grandes y públicos o pequeños y privados, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. La armonía entre tu voluntad y la naturaleza debería ser tu ideal supremo".

"¡Maravilloso! Esto es lo que deberían enseñar en las escuelas, pero ya ve, lo último que supe es que ya hasta habían quitado las clases de civismo". Dijo Mari. "Sí -contesté yo-, creo que escuché algo de eso". Y luego, volví a leer, sin alargar aquel breve diálogo que quizá pudo ser más productivo. Quizá fue grosero de mi parte, pero no fue mi intención. Bien lo decía Cioran: "Nada sobrepasa en gravedad las groserías y villanías que se cometen por timidez".

Pero sé que Mari no lo tomó mal, porque cuando se bajó me dijo "Muchas gracias por su atención, joven. Y lo felicito. Que tenga un buen día". "Gracias, igualmente, que esté bien", le dije yo. Y entonces salió y yo me quedé ahí, con un buen libro en la mano y unas lindas palabras en mi corazón. Sé que quizá no sea la gran cosa, pero comparado con los empujones y las malas caras que suelen predominar en el metro, las palabras de Mari fueron bien recibidas por mí y alegraron aquel día de nuestro fugaz y fortuito encuentro. Espero que tenga una buena vida.

Regla No. 34

A veces unas pocas palabras bastan.